Vivir en España deja marcas. Cicatrices de las buenas. De las que hay que presumir.
Deja en los ojos su luz especial, desde que amanece hasta que atardece, no importa la estación del año. Deja palabras formales en mi vocabulario e insultos que suenan a los que haría un niño.
Deja la costumbre de querer besar dos veces, cruzar la calle sin fijarse y de hablar cantado.
Deja nuevas ramas en mi árbol genealógico que llegan a Sudamérica y Asia.
Deja unos cuantos (varios, bastantes) kilos demás pero unas pantorrillas fuertes de tanto caminar y subir cuestas. Deja una resistencia al alcohol razonable y un superpoder de vencer las enfermedades sin medicamento, con tratamiento de puras risas.
Deja el estómago lleno de sueños cumplidos, de inspiración, de satisfacciones infinitas. Pero deja hambre, mucha hambre de seguir creando, viajando, experimentando…Deja en mi cuerpo ramas de posibilidades, nuevas perspectivas y frutos que resultan de algunos años sembrando.
Pero sobre todo deja unas enormes ganas de volver, pero de volver «grande, enorme, infinita». De encontrarla como la primera vez, esperándome…